viernes, 26 de septiembre de 2008

chapines y beta, beta y chapines

No sé si es por inconstancia o por falta de curiosidad pero puedo contar con los dedos de una mano los blogs que sigo. Principalmente porque son individuos a los que no conozco de nada y se dedican a reflexionar sobre sus quéhaceres cotidianos. En mis favoritos descansan aquellos que me despiertan cierto interés porque conozco los gestos de quién lo escribe, y eso es un valor añadido muy alto.

Pero ¿por qué nadie cuenta aquello que le impactó hace diez, doce, quince años? A fin de cuentas, eso es lo que ha hecho que te desenvuelvas y filosofees ahora de una manera u otra.

Yo hoy voy a hablar de los chapines de rubíes, de Dorita y mis cintas.

En casa siempre hemos sido muy dados a las nuevas tecnologías; menos el Láser Disc, todo aquello que ha salido para reproducir imagen y sonido ha sido adquirido rápidamente por la mano alargada de mi señor padre, algo que le agradezco in extremis. Así que, por supuesto, teníamos dos reproductores de vídeo beta. El primero era un aparato vasto y gris en el que me dedicaba a meter cualquier tipo de objeto que cupiese por la ranura superior: bolígrafos, plastilina, gomas, peines de la Barbie, clics y canicas, hasta que descubrí que también era posible la introducción de cintas con su correspondiente reproducción. Fue un gran hallazgo, pero entre película y película, seguía con la retahila de los objetos no identificados para el pobre reproductor de vídeo.
Una vez roto, llego la segunda parte del betacam. Éste, más sofisticado, de ranura frontal y botones sin muelle, me pilló con una edad más prudencial y sin las tentaciones de sodomizar al pobre electrodoméstico. Y con la formalidad llegó el cine.

La enorme discoteca beta de la que disponíamos mis hermanos y yo era enorme. Hemos visto títulos trillones de veces, hemos roto cintas de tanto rebobinar y algunas se nos han grabado a fuego en la retina, unas por buena, otras por aburridas, y otras porque sí.

"El Mago de Oz" es una de ellas. A mí me llegó muy hondo lo de los chapines de rubíes. Me costó trabajo eso de ver a la Garland vestida de púber con calcetines grises y zapatos de charolillo rojo con alguna lentejuela que otra. Recuerdo perfectamente como no me lo creí en el primer visionado, como me chirriaba Totó, su perropatada, y el estupor que me causaban los enanos del principio. Los monos me daban miedo.
Pero fue cuestión de tiempo. En menos de un año habíamos visto tantas veces El Mago de Oz que una tarde, la cinta se nos fastidió al llegar Dorita a Oz y empezar su entrevista con el Mago. La película comenzó a liarse cada vez que llegaba a esa escena y teníamos que sacarla del reproductor con un lápiz (lápiz de franjas amarillas y negras, por supuesto). Aunque manualmente intentamos muchas veces adelantar la cinta, nunca más pudimos ver el final.

Nos conformamos con verla otro trillón de veces más hasta la escena mencionada. El Espantapájaros nos recordaba a Chema de Barrio Sésamo, éramos fanáticos de la Bruja mala del Este y nos repateaba la Bruja Buena del Norte, que fue la responsable de que la pobre Dorita se tirase todo el largo con tacones y comenzaron a caernos bien los monos. Pero para nosotros, a partir de que la cinta se fastidiase, Dorita se quedó a vivir en Oz y nunca pudo regresar con sus tíos.

Y si ahora la pusiera en DVD, dejaría de verla justo en el instante en el que antaño se lió la misma película pero en una cinta beta. Está bien eso de poder marcar el final.

sigo viva

Advertí del dolor que me causa arrancar a escribir en este espacio. Una vez parada en casa prefiero el bicheo por internet antes que escribir cualquier cosa perfectamente deducible para casi cualquier amig@.
Pero tengo a no pocos colegas repartidos por todo el planeta y, a pesar de vivir en la era de las nuevas tecnologías de la comunicación, nos cuesta horrores marcar un número o enviar un sms. Siempre damos por hecho lo que nunca habría que dejar pasar. Qué cosas. Así somos de list@s, servidora incluida.

Prometo frecuentar más estos lares.